Todo educador tiene el derecho a conocer no solo los encantos de este campo de la neuroeducación, sino también sus tensiones, sus límites y su profundidad.
Esta cuarta reflexión nace del respeto profundo que tengo por los educadores: por quienes enseñan día tras día con compromiso, que buscan nuevas formas de llegar a sus estudiantes porque son apasionados por los procesos de enseñanza y aprendizaje. Justamente por eso —y por saber que miles de educadores vieron en la neuroeducación una posibilidad de comprender más el cerebro humano para enseñar mejor—, en los posts anteriores he hablado de temas que, si bien pueden parecer críticos, son necesarios: hemos cuestionado los neuromitos, el reduccionismo, las promesas vacías, los atajos disfrazados de ciencia y la mercantilización de este campo. Lo hice no para alejar a los educadores de la neuroeducación, sino para cuidar su sentido original y alertarlos, pues finalmente son ellos quienes innovarán su práctica inspirados en esta nueva disciplina.
Seguramente algunos docentes se preguntarán si vale la pena seguir apostando por este campo, si está lleno de tensiones. Y sí, es cierto, la neuroeducación todavía atraviesa tensiones importantes: entre disciplinas que aún no dialogan lo suficiente, investigadores que no siempre conocen la realidad del aula, educadores que aún no tienen acceso a la información o formación y los intermediarios que ponen el campo en riesgo. Pero esas tensiones no deben alejarnos, al contrario, son una señal de que estamos en un campo vivo, en construcción, que necesita ser consolidado desde la honestidad y preservando su propósito original.
Hoy contamos con un cuerpo de evidencias sólido que permite ofrecer al educador marcos de comprensión profundos, accesibles y valiosos, que trae la verdadera neuroeducación. Permite, por ejemplo, comprender cómo opera el sistema atencional, las funciones ejecutivas, la autorregulación y las emociones –tan importantes para el aprendizaje. Ayuda a visualizar cómo la pobreza, el estrés o la negligencia afectan el neurodesarrollo, y sobre todo, a mirar la variabilidad individual no como un problema, sino como un principio fundante del desarrollo humano.
Por eso, esta reflexión no busca desanimar al educador, sino invitarlo a conocer más profundamente el proceso de aprendizaje, para innovar sus prácticas desde la ciencia y la evidencia. Invitarlo a exigir que lo que se ofrezca en nombre de la neuroeducación esté realmente sustentado y adaptado con sentido y respeto.Y es precisamente en el acto de conciencia pedagógica —ese gesto íntimo de quien desea enseñar con más sentido— que la neuroeducación se revela como una aliada, un medio para conocer profundamente los procesos cognitivos, sociales, emocionales y neurobiológicos que subyacen al aprendizaje, que permiten sustentar los cambios en la práctica pedagógica sobre pilares científicos sólidos.

