Prometer resultados rápidos, con aprendizaje basado en el cerebro, es una forma sutil de vaciar la educación de sentido y significado.
Detengámonos ahora a mirar esta tercera reflexión. Durante las últimas décadas, hemos presenciado un auge de propuestas conocidas como brain-based learning —aprendizaje basado en el cerebro— que surgieron, inicialmente, con la intención de acercar la ciencia al aula. Pero con el tiempo, este movimiento fue infiltrado por discursos que empezaron a prometer resultados rápidos, estrategias infalibles y mejoras inmediatas en el aprendizaje, solo por estar “basadas en el cerebro”. Así, en nombre de la neuroeducación, aparecieron cursos exprés, programas con títulos impactantes y promesas educativas que ofrecían más magia que ciencia. Lo que comenzó como una oportunidad, se convirtió para muchos en una ruta directa hacia el reduccionismo. Pero la neuroeducación no nació para acelerar procesos, ni para crear atajos hacia la mejora del rendimiento académico.
La verdadera neuroeducación tiene como meta la comprensión profunda del proceso de aprendizaje, no el salto cuántico al resultado. Como bien saben los educadores, aprender implica tiempo, errores, emociones, sentido, vínculos y contexto. En estas décadas dentro del campo, he sostenido una convicción: el cerebro no se rinde al apuro ni responde a fórmulas inmediatas, a no ser que sea por motivo de supervivencia. Pero en el caso del aprendizaje, el cerebro necesita condiciones, cuidado, y una pedagogía que respete su ritmo y su complejidad.
Tomemos como ejemplo el aprendizaje de la lectura. Hoy existen programas que prometen que un niño puede aprender a leer en poco tiempo con flashcards o técnicas de lectura rápida globalizada, supuestamente “basadas en el cerebro”. Frente a eso nos preguntamos: ¿de qué lectura estamos hablando? ¿De una decodificación superficial o de una verdadera comprensión? La neuroeducación no promueve programas que ignoran el desarrollo del circuito lector, tampoco ofrece resultados inmediatos. Cuando lo hace, deja de ser neuroeducación. Como sabemos, a diferencia del lenguaje oral, que se desarrolla de forma natural, la lectura es un invento cultural reciente. No nacemos con una “área de lectura” en el cerebro. Para leer, el cerebro debe reciclar regiones preexistentes, diseñadas para otras funciones —lo que Stanislas Dehaene ha llamado reciclaje neuronal.
Durante el proceso de alfabetización, una región visual del cerebro —el giro fusiforme izquierdo— comienza a adaptarse para reconocer patrones ortográficos. Esta área, conocida como la caja de las letras (visual word form area), trabaja en conjunto con regiones fonológicas, semánticas y ejecutivas para construir un circuito lector funcional. Ese circuito no se forma de un día para otro: se construye con práctica, mediación, comprensión del código y, sobre todo, con una metodología que considere la relación entre letras, sonidos, significados y emociones —así como la variabilidad individual. Por eso, si algún programa basado en el cerebro promete un resultado rápido en el aprendizaje de la lectura, está vaciando la educación —y la neuroeducación— de sentido y significado. Esta tercera reflexión es una invitación a reconocer que el aprendizaje humano no responde a la prisa.Y que la tarea de la neuroeducación no es acelerar, sino acompañar la construcción de procesos reales, sostenibles, con base en evidencia y con profundo respeto por cada trayectoria individual del neurodesarrollo.

