El bienestar: una tarea silenciosa, constante y con ecos transformadores

La tarea es personal… y profundamente colectiva

Hay palabras que, con el paso del tiempo, van perdiendo peso por exceso de uso. Bienestar es una de ellas. Se menciona en políticas públicas, en campañas publicitarias, en charlas, en las redes sociales y, últimamente, en los pasillos de las escuelas. Sin embargo, su sentido más profundo rara vez es mirado con detenimiento. A menudo se lo asocia con un ideal inalcanzable, con un privilegio, con algo que debo comprar, o con una meta que se posterga: algo que quizás podamos atender más adelante, cuando haya menos trabajo, cuando el sistema cambie, cuando los hijos crezcan, cuando el cuerpo deje de doler. Pero el bienestar no agenda para los fines de semana. Cuando interiorizas su concepto, complejidad y poder, verás que no depende de lo externo o de las condiciones perfectas para ser cultivado. Es un proceso íntimo que comienza en lo más profundo, allí donde cada persona guarda sus ritmos, sus silencios, sus cicatrices y su fuerza vital.

Pasé mucho tiempo postergando asumir mi responsabilidad en este campo de mi vida, no había tiempo pues andaba entre los quehaceres de la familia y las miles de horas trabajando en mis instituciones y viajando, dando charlas, cursos o asesorías. Hay momentos en la vida en los que parece que cuidarnos es lo último que importa. Pero con el tiempo he aprendido —a veces con dolor— que yo soy la única responsable de mi bienestar, lo acepte o no. Aprendí también que no podía construirlo sobre circunstancias externas, ni sostenerlo con simples deseos cumplidos como tener aquél lindo zapato que vi en la vitrina de una tienda. Hay que ir más allá, pues en el fondo, sabemos que sin una raíz firme, ningún árbol puede sostener el peso de su copa.

Por ello, en la actualidad, no trabajo a favor del bienestar, o escribo sobre este tema por causa de la formación que hice en neurociencia del bienestar, o psicología positiva, más bien escribo desde mi piel. Literalmente.

Hace algunos años me diagnosticaron 11 lesiones de cáncer de piel y una de ellas un fuerte melanoma. Lo enfrenté con todo lo que sabía y también con todo lo que tuve que aprender. Pero lo que más me impactó fue notar cómo —incluso después del tratamiento médico— las lesiones regresaban (y regresan) en los momentos de mayor estrés emocional. En días de tensión sostenida, de desbordes, de olvidarme de mí misma por cuidar a todo lo demás, mi piel volvía a inflamarse, a enrojecerse, incluso a sangrar. Y conversando con mi médico –mi admirado Dr. Postigo–, sobre mis factores de riesgo y tratamiento, al final de la consulta me dijo una frase que quedó haciendo ruido en mí: “tu ritmo de vida y el estrés crónico están acabando contigo, debes practicar yoga, meditación, colocar tu bienestar en tu lista de tareas y en tu maleta”

Como neuroeducadora, sabía que tanto la piel como el sistema nervioso se originan del mismo tejido embrionario: el ectodermo. Pero mi cuerpo me estaba exigiendo comprender mejor la relación entre estrés, sistema nervioso y piel.  Me sumergí en la lectura científica y encontré lo que necesitaba. La psiconeuroendocrinología y la psiconeuroinmunología explican, con base sólida, que nuestros sistemas nervioso, inmune y hormonal dialogan constantemente. Que lo que sentimos —el estrés, la tristeza, la angustia— no se queda en el plano emocional, sino que se traduce en señales químicas que viajan por todo el cuerpo, que cambian desde el funcionamiento de los órganos que no vemos, hasta lo que vemos, en este caso, la piel, como órgano sensorial y espacio relacional. Reacciona, se inflama, se enferma. Cuerpo, mente y emociones no son compartimentos separados: lo que vivimos, lo que sentimos, lo que callamos, lo que nos exigimos… todo impacta en nuestro sistema nervioso, nuestras hormonas, nuestras defensas, nuestras células.

En mi caso, la piel se convirtió en mi mensajera. Me enseña constantemente que si no lucho activamente por mi bienestar —desde la conciencia— las consecuencias no se quedarán en el plano invisible, se volverán un llamado a través de las heridas. Entonces, como decía mi médico, la tarea estaba en la prevención pero también en mi estilo de vida, la forma que respondo a las situaciones que me hacen más vulnerable.  En mi familia, la ansiedad, la depresión y los ataques de pánico no son temas ajenos, son parte de mi historia y de mis hermanos desde que mi papá ha fallecido a mis 12 años. Mi madre, mis hermanos… todos, en algún momento, hemos transitado por esos paisajes interiores, por ello mi desafío está relacionado tanto con factores genéticos como epigenéticos. 

Hasta que un día, escuchando una conferencia de Richard Davidson, ahí por el inicio de los años 2000, me di cuenta de que la tarea era más seria de lo que me imaginaba, tanto para silenciar un poco este diálogo entre mis sistemas, sino para hacer los cambios en mi vida que me ayudaran a alcanzar más bienestar. Debía ser algo super sistemático hasta el punto de ser un nuevo estilo de vida. Lo más increíble es que para la misma ápoca la psicología positiva ya comenzaba a consolidarse, y Martin Seligman avanzaba introduciendo en mi mente nuevas formas de ver el bienestar, la felicidad o las fortalezas que tenemos para salir adelante. Finalmente yo estaba entre la urgencia de hacer cambios y la alegría de poder investigar cómo hacerlos desde la neurociencia del bienestar y la psicología positiva. Y desde entonces, empecé mi largo e infinito camino hacia mi bienestar, en diferentes niveles.

Hoy estos campos han avanzado de forma exponencial –desde aquella fecha que empecé mis estudios– y la evidencia nos confirma que el bienestar es una necesidad biológica, una condición básica para que nuestro cerebro funcione en equilibrio y seamos personas felices. Pero algo libertador es saber que se puede entrenarlo, cultivarlo y hacerlo cada vez más robusto gracias a la neuroplasticidad. Sabemos que el estrés crónico, cuando se vuelve parte del paisaje cotidiano, afecta varios aspectos de nuestras vidas – comportamental, relacional, cognitivo, perceptivo, ejecutivo, emocional…, afecta la forma en que el cuerpo se defiende frente a una enfermedad, algunas delas a flor de piel. Por ello, para romper este ciclo, tenemos que poner las manos en la masa, hacer prácticas sencillas que, sostenidas en el tiempo, tienen el poder de transformar no solo lo que sentimos, sino también lo que somos. La atención plena, el descanso de calidad, la alimentación consciente, los vínculos seguros, el movimiento del cuerpo, las diferentes formas de respirar, de meditar y los momentos de silencio son algunos de los caminos de regreso al equilibrio.

Lo más importante que he descubierto no está solo en los libros ni en los artículos científicos que me han acompañado todos estos años, sino en la vida misma. En mi cuerpo, en mi historia, en mi estilo de vida, en mi mente. Y desde ese lugar donde el conocimiento se encuentra con la experiencia puedo decirte que el bienestar no es un estado al que se llega, sino un modo de caminar. No tiene que ver con estar siempre bien, sino con saber sostenerse, habitarse con conciencia, preguntarse con honestidad qué necesito y qué puedo ofrecer. Es una tarea constante, personal, sí, pero sus efectos van más allá de lo individual. Cada vez que alguien decide cuidarse, elegir con amabilidad, ser grato, respirar con intención, también está generando un impacto en el entorno. Nuestras  emociones se contagian, nuestras decisiones generan climas, y nuestra forma de vivir deja huella en los otros, incluso sin darnos cuenta.

Por eso hablar de bienestar no es hablar de comodidad, pues exige una constancia, exige entrar hasta nuestras raíces. Es recordar que, aunque no podamos controlar todo lo que sucede afuera, sí podemos aprender a cuidar el terreno desde el cual respondemos, principalmente la manera que percibimos las cosas y respondemos a ellas. Y cuando ese terreno está nutrido, cuando las raíces están firmes, entonces tu amor propio crece, los vínculos afloran, los entornos se transforman y los sistemas (del sistema nervioso al sistema educativo) — que muchas veces se sienten inmensos e inabarcables— empiezan a cambiar pues su punto de partida fue en la profundad del ser, no en su superficie. 

Te invito hoy a pensar, repensar y actuar. ¿Qué tal si empiezas por leer un artículo de Ricard, Lutz y Davidson (2015), sobre los cambios cerebrales que se producen en el cerebro de un meditador? 

Ricard, M., Lutz, A., & Davidson, R. J. (2015, enero). En el cerebro del meditador. Investigación y Ciencia, (460), 18–25.